De frutos rojos, que emergen de la crisálida boreal en la primavera del tiempo; eran sus labios.
Carnosos puertos para un navegante aventurero; que cruza la inmensidad de los siete orogénicos mares, por vez primera.
Puertas color sangre, de una tierra virgen, de frutos de luna miel; escondida de la especie humana, desde el big bang de los tiempos.
Oasis del árido desierto florido de la juventud; que dura la eternidad efímera, del parpadeo de un dios griego.
Deidad que recibe en copa de oro bruñido (en las entrañas de los universos primogénitos), el elixir que mana de frutos rojos; cosechados en el Edén original. No el Edén del hombre; el de los dioses niños, que jugaron a moldear un universo de paradojas de espacio tiempo, en donde sembrar la criatura máxima; el hombre alado, que perdió sus alas al roce abrasador, de la entrada a la atmósfera, del Edén segundo.
De frutos rojos era sus besos; los de la mujer primera, de la joven primavera, de la joven oasis del desierto, de la joven Edén.
De la joven, que es la niña de los ojos, del dios griego. Que la piensa y la crea; al imaginarla en las entrañas, de una madre preñada, del fruto de un primer amor; el de sus primaveras otoñales. Deidad imaginaria que la concibe, mientras bebe un sorbo más, del elixir de frutos rojos del Edén original.
Y la niña de los ojos del dios griego, en un Apolo de carne y hueso posa sus ojos, posa sus sueños y posa sus besos; sus besos de frutos rojos.
En el Apolo que es más hueso que carne; el que perdió sus alas en el infierno abrasador, en su caída de un cielo imaginario, hacia la atmósfera del Edén segundo.
Y la joven es feliz con su Apolo; y él es feliz con la joven y con sus besos de frutos rojos.
@SolitarioAmnte / iii-17
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